Mi historia con la jardinería, aunque corta, está cuajada de fracasos. Unas Navidades a mi jefe le regalaron un bonsái, era un naranjo chiquitín, precioso, pero lo dejó a mi cuidado y el pobrecillo no llegó a Semana Santa.
Vi como se iba secando día a día hasta que tuve que rendirme a la evidencia y tirarlo a la basura. Yo le eché la culpa al aire acondicionado, pero admitámoslo, nunca he tenido mano para las plantas, por eso admiro tanto a la gente, como mi madre, que las comprende y las mima con infinita paciencia.
No volví a pensar en el malogrado arbolito hasta que este verano fui a visitar el santuario Meiji Jinju de Tokyo un domingo por la mañana y me encontré con esta exhibición de bonsáis. Los había de todas las formas, colores y tamaños, un verdadero espectáculo.
Hasta ahí, todo normal ¿dónde vas a encontrar bonsáis si no es en Japón? Bueno, en honor a la verdad la técnica se inventó en China hace dos mil años, pero no cabe duda que los japoneses, con su trabajo minucioso, han alcanzado la perfección desde que llegó a sus islas hace ocho siglos.
Lo que me llamó la atención es que al frente de la exhibición y respondiendo a las preguntas del público había un chico rubio de ojos azules. Así que me dirijí a él, encantada de poder charlar un rato con alguien en inglés, para variar. Así fue cómo conocí a Sam Thompson, un australiano de veintiun años que se mudó a Japón hace ya algunos meses para profundizar en el estudio del cuidado de los bonsáis con un profesor nativo.
Sam presume de no haber estropeado nunca un ejemplar. Él insiste en que cada árbol te habla y te pide lo que necesita, sólo hay que escucharlos. Yo creo que mi naranjo era mudo, por eso tuvo un final tan trágico...
Cuando le pregunté cuál era el más especial de todos me señaló este pino negro de ¡400 años! y valorado en medio millón de dólares. Parece increíble que este pequeñín lleve cuatro siglos contemplando la historia, viendo desfilar ante sí generación tras generación de emperadores y de cuidadores que se ocuparon de sus necesidades, pero nunca le dejaron crecer. Se me ocurre que debe sentirse como una de esas ancianitas chinas a las que les vendaban los pies sin que a nadie le importase cómo se sentían.
Como regalo de despedida, Sam me dio este puñado de agujas del pino centenario para que sintiese su aroma. También me explicó que las agujas de pino significan un nuevo comienzo en la vida, borrón y cuenta nueva de los errores del pasado. Yo las he guardado como signo de respeto a este ser maravilloso que ya ha vivido más de diez vidas como la mía, y que probablemente siga ahí cuando todos nosotros ya no estemos.
Es una belleza y es increíble que tenga tantos años y siga tan hermoso . A mi me gustan los bonsái y alguno tengo hecho por mi , pero no pasan de los 25 años . La verdead es un arte hermoso y que te conecta mucho con la naturaleza , aunque los que no lo practiquen no lo entiendan así .solo bellísimo
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