Hacedme un favor: si alguna vez viajais a Cuba, no os conformeis con uno de esos combinados de una semana La Habana-Varadero.
No me malinterpreteis, La Habana es una ciudad preciosa y por supuesto que me encanta alojarme en un cinco estrellas, pasear por el malecón y beber Daikiris en el Floridita, como a todo el mundo. Pero hay tantos otros lugares que descubrir, que sería una pena perdérselos.
Además de mis fotos, me traje mil recuerdos de ese viaje: noches escuchando son cubano en la Casa de la Trova de Trinidad, un recorrido por las calles de Santa Clara con un anciano que vivió el día del asalto al tren blindado, niñas posando en el día de su quince, abuelos jugando al dominó a la puerta de sus casas.
Desoyendo los consejos del personal de la oficina de alquiler, recogíamos a cuantos autoestopistas se cruzaban en nuestro camino. En un pais donde el transporte es un problema de estado, uno se ve obligado a contribuir en lo posible.
No estamos hablando de mochileros ni maleantes, sino de enfermeras, policías o profesores que salen de su casa con tres horas de antelación y se plantan en un cruce de caminos con la esperanza de que un camión o un coche particular los ayude a llegar a tiempo a su centro de trabajo.
Cada noche dormíamos en una casa particular, en la que nos acogían como a dos miembros más de la familia. El padre nos mostraba orgulloso su Ford de los años 50 y la madre nos recibía en las sala con un juguito de mango de su jardín.
Sentados en las mecedora del porche después de la cena, nos daban las tantas en tertulias interminables, donde nos hablaban de los apagones, del racionamiento, de los ausentes que se habían ido a Miami y de los hijos casados que querían independizarse pero seguían con ellos por la escasez de vivienda.
Pero mis grandes amigos durante aquellos días fueron los niños. No me cansaba de hacerles fotos con su uniforme del colegio, de preguntarles sobre la escuela, sobre sus estudios de danza o sus entrenamientos de beisbol, de regalarles chucherías que allí son un tesoro:
un globo, un pasador para el pelo, un bolígrafo. Cosas tan insignificantes para mí, que hasta me sentía mal cuando recibía una sonrisa y un abrazo a cambio.
Se les veía felices ayudando en las tareas de la casa, saliendo a jugar al balón y a deslizarse por el suelo de la plaza en una tarde de lluvia. Yo no sabía que quedaban niños así, sanos y respetuosos con sus mayores, que nunca han visto una Playstation ni falta que les hace, capaces de divertirse con las cosas más sencillas.
Así fue como conocí la Cuba real, que no es ni la de los folletos de viajes ni la de la propaganda de Fidel; sino la de esa gente maravillosa que lucha cada día por salir a flote sin perder el buen humor.
En el verano de 2005, me aventuré con mi fotógrafo de cabecera y recorrimos la isla en coche de cabo a rabo, de Pinar del Río a Baracoa; visitando aquellos pueblos a donde no llegan los turistas de paquete vacacional, sólo los verdaderos viajeros.
De Oeste a Este, provincia a provincia, íbamos viendo como cambiaba el paisaje, el clima, el color de la piel, el acento...El verde de las plantaciones de tabaco de Viñales, el rojo de las montañas que rodean el Santuario de Nuestra Señora del Cobre, el gris del Yunque de Baracoa oculto entre nubes, el azul de las aguas de Cayo Guillermo donde pescaba Hemingway, los colores pastel de las mansiones coloniales de Cienfuegos. No sabría con cual de esas estampas quedarme.
Además de mis fotos, me traje mil recuerdos de ese viaje: noches escuchando son cubano en la Casa de la Trova de Trinidad, un recorrido por las calles de Santa Clara con un anciano que vivió el día del asalto al tren blindado, niñas posando en el día de su quince, abuelos jugando al dominó a la puerta de sus casas.
Desoyendo los consejos del personal de la oficina de alquiler, recogíamos a cuantos autoestopistas se cruzaban en nuestro camino. En un pais donde el transporte es un problema de estado, uno se ve obligado a contribuir en lo posible.
No estamos hablando de mochileros ni maleantes, sino de enfermeras, policías o profesores que salen de su casa con tres horas de antelación y se plantan en un cruce de caminos con la esperanza de que un camión o un coche particular los ayude a llegar a tiempo a su centro de trabajo.
Cada noche dormíamos en una casa particular, en la que nos acogían como a dos miembros más de la familia. El padre nos mostraba orgulloso su Ford de los años 50 y la madre nos recibía en las sala con un juguito de mango de su jardín.
Sentados en las mecedora del porche después de la cena, nos daban las tantas en tertulias interminables, donde nos hablaban de los apagones, del racionamiento, de los ausentes que se habían ido a Miami y de los hijos casados que querían independizarse pero seguían con ellos por la escasez de vivienda.
Pero mis grandes amigos durante aquellos días fueron los niños. No me cansaba de hacerles fotos con su uniforme del colegio, de preguntarles sobre la escuela, sobre sus estudios de danza o sus entrenamientos de beisbol, de regalarles chucherías que allí son un tesoro:
un globo, un pasador para el pelo, un bolígrafo. Cosas tan insignificantes para mí, que hasta me sentía mal cuando recibía una sonrisa y un abrazo a cambio.
Se les veía felices ayudando en las tareas de la casa, saliendo a jugar al balón y a deslizarse por el suelo de la plaza en una tarde de lluvia. Yo no sabía que quedaban niños así, sanos y respetuosos con sus mayores, que nunca han visto una Playstation ni falta que les hace, capaces de divertirse con las cosas más sencillas.
Así fue como conocí la Cuba real, que no es ni la de los folletos de viajes ni la de la propaganda de Fidel; sino la de esa gente maravillosa que lucha cada día por salir a flote sin perder el buen humor.
Gracias por estas fotos y este artículo, me hace recordar el viaje q hice con mi mujer hace unos años a la isla en un plan muy parecido (gracias por los consejos Rafa), en coche desde Camagüey a María la Gorda (en el extremo occidental)y durmiendo en casas particulares. Cuba y su gente son sencillamente espectaculares, una pena q la mayoría lo conozcan sòlo por La Habana, Varadero y el turismo sexual
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